La salud y la disonancia



Mi mal, como médico, es el diagnosticar constante —en ratos ociosos me hallo incluso, si me lo permite la palabra, diagnosticando lo indiagnosticable—. Que pueda hacer algo al respecto, ofrecer un tratamiento propicio, analgésico y curativo, no, eso no siempre es posible. Pero el análisis del que el algoritmo diagnóstico se vale involucra, ante todo, una disposición clínica abierta y analítica, concienzuda, siempre alerta para notar aquellas sutilezas que, en su conjunto, engloben un síndrome calificable como enfermedad. Y este último concepto no sólo es ambiguo, sino también elástico y cambiante, mas no por eso difícilmente alcanzable. Al contrario, todo indica que, aunque se lleve a cabo un exhaustivo cuidado de todas las dimensiones que componen al ser —física, mental, espiritual—, la enfermedad y su decadencia es el destino inexorable de todo cuerpo: así como lo son las arrugas para la piel lo es la artrosis para los huesos.

Aún conociendo este fatídico desenlace, los médicos luchamos por alcanzar la utopía de la salud. El humano, en su autoestudio, intenta definir este concepto y diferenciarlo de la enfermedad para esclarecer los lineamientos que condicionan dichos estados. «La salud es el completo bienestar físico, mental y social, y no sólo la ausencia de enfermedad», propone la OMS, alejando este «nirvana metaestable» de quienes más lo añoran, los enfermos, pues salud y enfermedad son mutuamente excluyentes. Y quienes cargan el yugo del paso del tiempo en su cuerpo —articulaciones desgastadas, intestinos diverticulosos o neuronas cansadas de tantas sinapsis— ya no tendrán más remedio que contentarse con la añoranza de antaño, cuando aún poseían el preciado bien. El doliente queda relegado al anhelo de otro estado mejor y se aleja del presente. Incluso el sano, al leer la definición e incorporarla, se pregunta si la virtud de la salud está en su haber, y recuerda que hace una semana sufrió un dolor de espalda o que es adicto al azúcar o al tabaco y, por arte de magia, el sano ya no es tal (no en vano nos llevamos el apodo de «matasanos», con sólo nombrar la salud esta desaparece). Pareciera que la salud se comporta como la felicidad: al preguntarnos si la alcanzamos no hacemos más que alejarla.

Como ciencia, la medicina alopática reaccionaria de occidente ha escudriñado incansablemente en la dimensión física del ser, relegando las áreas grises de la mente a otros profesionales de metodologías menos exactas y renegando del espíritu en aquel proceso. Del estudio parcializado se obtuvo un ser humano también parcializado, más cascarón que persona, y la unión cuerpo-mente-espíritu se tornó irreconciliable. Ahora, que habemos más personas que nunca pues el alimento abunda, que nuestras vidas son las más longevas desde que tenemos registro fidedigno, se oye «salud mental» como un susurro del subconsciente entre la gente, como una carencia de la que estamos tomando consciencia sin comprender aún su naturaleza ni su extensión, pues hemos vivido demasiado tiempo en la anestesia sensorial e incluso la palabra «mente» nos resulta inabarcable. Y lo es, la mente es infinita y por ende inabarcable, pero el humano en su fantasía narcisista de omnipotencia, tan propia de estas últimas décadas, la limita en su estudio a su acotada área de entendimiento; o bien la rechaza del todo, tildando sus misterios de esoterismo. Sólo hace poco más de un siglo nace la psicología como tal —nada en comparación a los miles de años de desarrollo de la medicina alopática— para hacerse cargo, junto a la psiquiatría, de la salud mental. Nuevamente se incurre en la fragmentación del ser, olvidando su funcionamiento unitario a tal punto que patologías derivadas de la ruptura de la homeostasis mental, como la diabetes por insulinorresistencia, son tratadas en muchos casos sólo con medicamentos —en este caso, hipoglicemiantes—. Se olvida que aquel individuo forjó durante su historia vital una relación anómala con la comida —facilitada en gran parte por el mercado capitalista—, utilizando los alimentos para un fin distinto que su adecuada nutrición: el cese de la angustia mediante la obtención de placer con mezclas adictivas de azúcares y grasas. Luego le damos metformina para los estragos visibles de sus falencias sostenidas en la autoeficacia, el autoestima y el autocontrol, y aquí no ha pasado nada.

El quiebre de la unidad del individuo no sólo atenta contra su salud, sino también contra su entorno. Parcializar el organismo en sistemas facilita su estudio, pero induce a sesgo pues se entiende como cerrado aquel sistema que siempre ha sido abierto. Las filosofías orientales bien comprenden que la interdependencia es total, universal, y algo de eso aún queda de regusto en su medicina tradicional. Aquí, en Chile, el neoliberalismo ha plagado de supermercados nuestras ciudades y de frutos de verano nuestros platos de invierno y ¡qué maravilla tener tomates frescos en julio! Pero la naturaleza tiene sus pulsos y ciclos por algo; y en ellos pienso que descansa la salud, en ellos y no en la utopía.

Lo que no se mantiene en equilibrio queda destinado a golpearse contra sí mismo. Para la salud, el equilibrio es el único estado posible, pero éste no es estático ni frágil, sino todo lo contrario. Es un fluir armónico con el devenir desprovisto de extremismos polares. Es dinámico y vivo. Es vibrar en resonancia con la naturaleza rítmica y pulsátil del individuo, de sus ciclos internos y los de su entorno. Es la comprensión, asimilación y puesta en práctica de la unidad del ser y su interrelación con el Todo. La enfermedad surge de la fibrilación, de la disritmia y el caos, de insistir y persistir en alterar la naturaleza en vez de bailar a su compás, de resistirla —como si fuera esto posible—, de la disonancia.

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