El suicida

La vida son sólo metáforas.
Anoche soñé que un amigo —alguien sensible al caos— me acompañaba a ver a Juan Carlos y la Anto. Por algún motivo Pedro no quería ir. Todo iba bien, conversábamos de la novela que la Anto está a punto de publicar y nos tomábamos un trago mirando la noche penquista desde el piso quince. Yo también —en la vigilia, al menos— vivo en el piso quince. Yo también escribo una novela. Por eso me interesaba mucho lo que la Anto tuviera que decir al respecto. Pero mi amigo la cohibía, la incomodaba con sus maneras en extremo sensibles. Era él, en el sueño, un objeto delicadísimo e inestable. Y como era de esperarse, se rompió. No recuerdo exactamente qué dijimos o hicimos, pero sí que hubo algo ofensivo y violento en nuestras expresiones, en nuestra forma de referirnos al mundo, a él, a nosotros mismos. Mi amigo siente el impulso suicida que yo percibo en su forma de mirar la ventana. Era como si la ciudad lo llamara al abismo, a destruirlo todo. Y yo sentía su deseo. Siempre lo sentí. Estaba ahí, latente, dándole esa fragilidad que lo hacía único e incalculablemente valioso. Así que corrí a impedir que diera el salto. Lo lancé al suelo y lo contuve con fuerza. Lo traté primero con delicadeza. Le susurré al oído palabras hermosas y sentía como algo de mi alma se escurría desde mi cuerpo hacia el suyo, desde mis labios a su oído izquierdo con él de cara al piso. La Anto no se sorprendía de nada, sólo miraba impávida. Juan Carlos se asustaba y estaba molesto porque se arruinó la cena. Y mi amigo, aún exaltado y con el suicida  dubitativo dentro de él, logró vencerme y se puso de pie. De nuevo de cara al abismo al borde de la ventana abierta. Pensé en Sun Tzu: «Si el enemigo es irascible, irrítalo». Y le grité «¡Adelante! Hazlo. ¡Lánzate!» mientras lo miraba desafiante. Le decía que no había peor infierno que su mente en ese mismo momento. No pudo hacerlo.
Pedro dice que todo en los sueños soy yo mismo. Las metáforas oníricas son, por lejos, más comprensibles que las de la vigilia.

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