Mi mal, como médico, es el diagnosticar constante —en ratos ociosos me hallo incluso, si me lo permite la palabra, diagnosticando lo indiagnosticable—. Que pueda hacer algo al respecto, ofrecer un tratamiento propicio, analgésico y curativo, no, eso no siempre es posible. Pero el análisis del que el algoritmo diagnóstico se vale involucra, ante todo, una disposición clínica abierta y analítica, concienzuda, siempre alerta para notar aquellas sutilezas que, en su conjunto, engloben un síndrome calificable como enfermedad. Y este último concepto no sólo es ambiguo, sino también elástico y cambiante, mas no por eso difícilmente alcanzable. Al contrario, todo indica que, aunque se lleve a cabo un exhaustivo cuidado de todas las dimensiones que componen al ser —física, mental, espiritual—, la enfermedad y su decadencia es el destino inexorable de todo cuerpo: así como lo son las arrugas para la piel lo es la artrosis para los huesos. Aún conociendo este fatídico desenlace, los médicos luc