Cauchemar

No recuerdo cómo ni por qué, pero me hallaba con Pilar -que representa todo lo que no me atrevo a decirme- frente a una distorsionada casa de mi abuela, que flotaba sobre unos pilotes y se veía tan cálida en ese atardecer color turmalina. La casa, aunque para mí era irreconocible desde afuera, tenía ese don de recordarme lo eterno, porque mientras existió siempre fue una constante en mi vida: todo lo demás cambiaría vertiginosamente, pero la casa parecía inmune al desgaste de los años porque había sido concebida fuera del tiempo que yo conocí. Había en ella dos palmeras centenarias, las únicas del pueblo, reconocibles desde lejos por su gran tamaño. Aprendí tantas cosas gracias a esas palmeras. En invierno le temía al viento porque arrancaba sus hojas que pesaban varios kilos y podían hacerme añicos (o al menos eso me decían); en verano me entretenía recogiendo los cocos. Había que hacer varias artimañas para poder comerlos: sacarlos de la vaina pegajosa, agitarlos cerca del oído para ver si estaban buenos (los muy oscuros que emitían un ruido poroso al moverlos de seguro tenían algún bicho muerto de gula adentro), y luego golpearlos con una piedra contra el cemento con la fuerza precisa para poder romper la dura cáscara de madera sin destruir la pequeña fruta blanca de la palmera chilena. Ni siquiera me gustaban tanto, pero el hecho de verlos crecer y caer de la palma me parecía fascinante. Una vez, en un inocente afán comerciante, con la Bárbara (en aquel entonces vecina de mi abuela y actual comadre) gastamos toda una tarde en pelar varias docenas y los vendimos a diez pesos la unidad. Ganamos lo suficiente para comprarnos unas golosinas en el negocio de al frente. Fue una bonita tarde.
Podría escribir toda la vida sobre los muchos recuerdos que tengo en esa casa. Casi todos eran felices: vacaciones, verano, vecinos, primos, familia, tiempo de sobra, descanso; aunque también, como en la vida misma, hubo momentos amargos: cuando mi tío se peleó con mi abuela y agarró a mis primas súbitamente y se volvió a Santiago, y nosotros nos prometíamos entre llantos infantiles que aunque todos estuvieran peleados en la familia seguiríamos siendo primos y nos seguiríamos queriendo. O cuando murió mi abuelo después de luchar dos años contra esa encefalitis kármica y yo, a mis tiernos nueve años, vi la vida esfumarse de su cuerpo en un ronquido estertóreo que tanto me asechó en mis meditaciones infantiles, y que más de dos décadas después me sigue asechando, y que me llevó a comprender a temprana edad la fragilidad de la existencia. Son tantos recuerdos que cuando vi por primera vez la casa demolida hace ya más de diez años, y un supermercado erigido donde alguna vez estuvieron sus cimientos, experimenté la nostalgia más pura de la que tengo memoria: limpia, desprovista por completo de cualquier sentimiento angustioso o jubiloso, una profunda resonancia de infinitos elementos entremezclados de mi pasado y que se desvanecieron ante mí como una mota de polvo en una tormenta de arena.
La casa, sin embargo, nunca ha dejado de existir en el seno de mis recuerdos. Aparece siempre modificada en ensoñaciones, a veces como un final laberíntico de algún arquetipo de mi hogar; a veces más siniestra y extraña, como ahora, en este sueño, en que se suspende de estas estructuras modernas y se reviste de espejos tornasoles y nada de su cuerpo étero-físico me recuerda a la original casa que tanto me identifica. Es más bien una sensación, una emoción, una verdad intuitiva -como la Energía Creadora- la que me hace saber que esta casa es "la casa de mi abuela" y no otra. Invito a Pilar a entrar en ella, le insisto porque no muestra interés alguno. Tengo una necesidad ferviente de enseñarle un álbum fotográfico sin que en verdad sepa qué recuerdos contiene. Es como una ansia de expresión lo que siento, de ser escuchado sin importar quién o qué me escuche, y Pilar es el ente auditivo inerte sobre el cual me descargo.
Dentro de la casa ya es de noche y todo luce exactamente como lo recuerdo: el pasillo elegante de la entrada, el salón inmaculado lleno de cachivaches de nuestros ancestros, el caótico desorden en el dormitorio de mi abuela (folclórico, como lo llamaría mi tío en vida). Mi hermano menor está tumbado sobre la cama, en su corazón prima ese vital entusiasmo juvenil que lo caracteriza, y al vernos me entrega el álbum que buscaba. Lo sostengo en mis manos, lo ojeo y busco lo que tengo que mostrarle a Pilar como si en verdad supiera lo que es. Las fotografías tienen más vida que en la vigilia, se mueven como auténticos recuerdos, aunque se circunscriben a tiempos pasados inaccesibles. Pronuncio el nombre de mi abuelo, el mismo que el prion mató hace veintidós años, y éste retumba en la habitación como un eco doloroso. En ese instante todo se oscurece y la penumbra me intranquiliza. Pilar sigue indiferente a todo. Mi hermano intenta activar el interruptor de la luz, pero como no funciona decide ir a investigar qué sucede. Cuando se va, todo lo que siento es miedo, un temor irracional e infantil que no puedo expresar con palabras. Intento encender la linterna de mi celular y al no conseguirlo aumenta mi desesperación. Ahí es cuando me doy cuenta que estoy total y absolutamente maniatado por el miedo, tan envuelto en éste que me parece verlo a lo lejos, tras el dintel, débilmente iluminado por el escaso reflejo lunar que se filtra por el tragaluz del pasillo. Es una figura antropomorfa, un hombre en sus cincuenta o sesenta años, alto, que no logro definir del todo por la penumbra y que huye impávido cuando cruzamos miradas. Vuelve a mí la valentía y camino decidido a enfrentar a este intruso. Cuando llego al pasillo lo veo alejarse hacia la cocina con toda calma y puedo distinguir mejor su aspecto: es muy alto, debe medir dos metros, tiene el cabello oscuro con abundantes canas, los hombros tan encogidos que pareciera no tener cuello, y una silueta de eunuco, de caderas anchas y proporciones ginecoides. Se desliza lentamente alejándose de mi, pero aunque corro no logro alcanzarlo. Pareciera que flota como un tren levitante espectral, inmune a toda interacción con la materia visible.
Después de una carrera atemporal por el pasillo en la que el miedo se transmuta en una ira cegadora logro por fin ver su rostro: tiene una sonrisa ancha, tan ancha que pareciera no caber en su cara, y vacía de toda emoción placentera, forjada por siglos de felicidad aparentada; tiene unos ojos tan cansados que resulta imposible verlos, sólo se aprecia en ellos la fatiga magnética que une sus párpados penosamente. Le exijo que me de explicaciones, que se vaya de este lugar sagrado donde no es bienvenido, pero su penetrante mirada invisible permanece tan inmutable como antes. De reojo veo que hay un gran jarrón rojo a mi izquierda, en un pequeño aparador detrás de él, a un costado de la cocina. Es de un grueso cristal y deseo romperlo en su cara, para destruirlo también a él, para que desaparezca de mis sueños, de mi mente y de cualquier rincón de mis pensamientos. Dominado por mis impulsos, por mi odio a este ente, tomo el jarrón y lo lanzo con todas mis fuerzas directo hacia su su rostro, consciente de que este arrebato puede costarme más pesadillas que satisfacciones. Sólo después de que lo arrojo sucede la magia: el jarrón se enlentece mientras más se acerca a él, al punto de suspenderse en el aire cuando está a pocos centímetros de su cara. Y ahí se queda flotando, junto a mis ganas de destruir a este miedo que me quitó el sueño y que súbitamente me hizo despertar.

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