Me gusta cuando mi mente está calma. Me recuerda a una noche en la que fuimos a caminar al lago Budi con Pedro y se veía el reflejo de la luna sobre el agua. Era una luna menguante cercana al horizonte, amarilla, casi rojiza, se veía tan grande en el cielo estrellado que me estremeció. Me hizo sentir minúsculo y la vez parte de algo enorme. Me hizo sentir eso que todos sabemos y recordamos vagamente, y que a la vez olvidamos día a día en este torbellino decadente AKA sociedad capitalista.
El suicida
La vida son sólo metáforas. Anoche soñé que un amigo —alguien sensible al caos— me acompañaba a ver a Juan Carlos y la Anto. Por algún motivo Pedro no quería ir. Todo iba bien, conversábamos de la novela que la Anto está a punto de publicar y nos tomábamos un trago mirando la noche penquista desde el piso quince. Yo también —en la vigilia, al menos— vivo en el piso quince. Yo también escribo una novela. Por eso me interesaba mucho lo que la Anto tuviera que decir al respecto. Pero mi amigo la cohibía, la incomodaba con sus maneras en extremo sensibles. Era él, en el sueño, un objeto delicadísimo e inestable. Y como era de esperarse, se rompió. No recuerdo exactamente qué dijimos o hicimos, pero sí que hubo algo ofensivo y violento en nuestras expresiones, en nuestra forma de referirnos al mundo, a él, a nosotros mismos. Mi amigo siente el impulso suicida que yo percibo en su forma de mirar la ventana. Era como si la ciudad lo llamara al abismo, a destruirlo todo. Y yo sentía su deseo.
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